domingo, 21 de diciembre de 2014

Reflexión 3: ¡Corre!




Corre hasta que puedas volar
¡Correr! ¡Saltar! ¡Volar! Estas pueden parecer acciones contradictorias pero siempre una lleva a la otra. Porque no, volar no es imposible. Todo se puede hacer si tenemos la voluntad suficiente para llegar a ello.

¿Quién nos diría que hacer algo tan primario como correr, una acción que realizamos a diario todas las personas humanas, puede hacernos sentir una de las mayores felicidades del mundo? Realmente no es algo tan primario como parece.

El otro día iba caminando por la calle, como suelo hacer a diario al menos tres o cuatro veces a la semana. Me encanta sentir la brisa matutina en mi cara, el frío que paraliza hasta el último centímetro de los dedos de mis manos, el vaho materializándose en el vacío al abrir la boca, las gotas de sudor que resbalan por mi pelo, esa sensación que te congela todo el cuerpo y que hace que hasta lleguen a dolerte extremidades que ni siquiera sabía que tenía. Podéis pensar que estoy loco por salir a la calle en pleno invierno a las nueve de la mañana, pero necesito esos paseos, esas caminatas.

Habitualmente es el mismo camino el que sigo, pero de vez en cuando decido tirar por otro lado y recordarme esa frase que hace poco escuché y tanto me marco de los labios de Ruth Lorenzo “no siempre el camino recto es el más directo” y no siempre es el más fácil aunque aparentemente y en primera instancia lo parezca.

Cuando llegas a una bifurcación debes tomar una decisión muy importante. Muchos pensarán “¡Qué más da un camino que otro!”. Lo que pocos se plantean es que al final de uno de ellos te esté esperando la parca de la muerte con su guadaña con la que se dedica a sesgar vidas inocentes, de lo que ya hablaremos en un futuro porque es un tema que siempre me ha tocado la fibra sensible, y en otro puede estar esperándote el más inminente éxito, tu sueño, el amor de tu vida, o ¿por qué no? Tu destino.

Un viejo refrán dice “todos los caminos llevan a Roma”, pero si esto resultase ser verdad… ¿Cómo se consigue escapar de Roma? Solo se me ocurre una respuesta. Volando. Volar es la respuesta a todo.

¿Quién no ha querido nunca ser un pájaro y volar batiendo unas pequeñas alas, ya sean blancas, negras, moteadas de colores, o doradas como las del ave fénix? Solo hay que creer para volar como ellos, extender nuestras alas, alzar el vuelo y conquistar el cielo con nuestros sueños.

Sentir el viento azotándonos en nuestra cara, y ver que él solo es capaz de zarandear las hojas y ramas de cientos, e incluso miles de árboles de una sola vez. Ese es el momento. El momento en el que has de dejar de caminar para echar a correr, para saltar, para volar.

Correr nos activa. No podemos dejar que el miedo nos bloquee. Tenemos que ganar la batalla contra este y conseguir el efecto rebote. El miedo no me bloquea, me activa. Hay quien pensará que correr es algo que solo hacen los cobardes, que huyen de esos miedos intentando encontrar un nuevo paraíso en el que ese miedo quede reducido a cenizas. Tener miedo no es de cobardes, es de humanos. Además de que no solo se corre por miedo. Corremos cuando no llegamos a tiempo a un lugar, cuando perseguimos nuestros sueños, o por simple gusto.

Corriendo, y haciendo deporte sin más, conseguimos eyacular una gran cantidad de endorfinas (la hormona de la felicidad) y expulsamos adrenalina. Es muy cómodo pasarse el día sentando en el sofá mirando la televisión, pero no hay nada como poder sentir tu cuerpo chorreando adrenalina y tu corazón latiendo a mil por hora, porque necesitas un giro.

Correr puede ayudarte a superar las adversidades. No son pocas las escenas de películas en la que uno de los protagonistas sale corriendo cuando escucha algo que no quería escuchar y necesita escapar de ese lugar. Cuanto antes lo consiga mejor. Y eso es lo que yo sentía el otro día.

Habitualmente mis paseos no superan esa categoría del paseo, suelo ir tranquilo, con mi música, deleitándome con la belleza de cada gota de agua del río, cada piedra que hay en la calle, cada trozo de arena, cada hoja repleta de vida y color, cada olor, cada sensación… porque he aprendido a vislumbrar las bellezas en las cosas  que para otras personas no son más que el objeto más común del mundo. Mientras el 90% de las personas no ve más que un conjunto de árboles iguales, yo soy capaz de pararme frente a cada uno de ellos y encontrar las diferencias entre unos y otros. El color de sus hojas, el grosor de su tronco, el número de sus ramas… Incluso las piedras. Cuando percibes la belleza en algo tan nimio como una simple piedra sabes que eres diferente a los demás, que no estás en este mundo por casualidad y que eres un alma especial. Ni siquiera el viento puede atrapar un alma tan pura como la mía.

Sin embargo, el otro día necesitaba huir y escapar de todo. Fue entonces cuando mis lentos pasos empezaron a acelerarse junto al ritmo de mi corazón, mis brazos se movían a la velocidad del viento y la belleza del paisaje que me rodeaba se transformó en una mixtura de colores que no me permitía ver con claridad que era lo que había frente a mí y mucho menos a los lados. Si yo fuese mis propios ojos haría el mayor de los esfuerzos por no parpadear nunca. Diréis “este tío está jodidamente chalado de la cabeza”. Pero pensadlo, dos segundos solo. Si mantenemos nuestros ojos cerrados podemos perdernos un mundo maravilloso que se encuentra frente a nosotros. Dicen que las cosas buenas llevan su tiempo pero las cosas realmente maravillosas ocurren en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y si cada vez que parpadeo, en esa décima de microsegundo que dura un parpadeo, me he perdido algo alucinante?

Nunca antes había corrido, no sintiendo eso al menos. Me sentía capaz de cualquier cosa hasta de saltar distancias gigantes, estaba desafiando a la velocidad de la luz, la velocidad a la que transcurre nuestra vida, la velocidad de un sueño, y nadie podía pararme, ni siquiera con el impacto de una bala sobre mi pecho habrían logrado detenerme. Estaba decidido a escapar de allí. Llegar al final de mi camino, y lograr mi objetivo, mi sueño. Algo dentro de mí se había activado.

¿Qué más darían los obstáculos que se impusiesen en mi camino? Era una bala de cañón decidido a arrasar con todo lo que hubiese a mi paso. Si me caía,  sería entonces cuando volase por primera vez, alzándome desde el suelo al igual que un fénix renace de sus propias cenizas después de morir.
Seguí corriendo dejando atrás el sonido de la ciudad, el paisaje, y huyendo de todo. Necesitaba acabar con todo. Mi corazón estaba completamente acelerado. De repente algo a lo lejos me hizo bajar el ritmo y calmarme. Un sonido. El sonido del agua brotando con fuerza. Frené en seco. Me encontraba ante la cosa más maravillosa que había visto nunca. Una cascada. El ritmo del agua bajando con fuerza era igual al de mi corazón, pero ahí donde el agua terminaba de caer, era el lugar más plácido del mundo al igual que mi corazón cuando está en calma.

Allí lo entendí todo. En la calma del relajante sonido del agua cayendo a borbotones ¡Correr! ¡Saltar! ¡Volar! No corremos simplemente para huir del mundo, corremos por conseguir lo que queremos porque correr nos hace fuertes. No hace falta tener alas literalmente para volar. Solamente necesitas la voluntad necesaria para acabar con todo y triunfar. Fuerza y coraje. Imponerte a aquellos que se meten contigo y quieren hacerte caer, demostrarles que siempre has sido mucho más fuerte que ellos. Ese es el momento en que, si bien no físicamente,  estarás volando, alzando el vuelo y batiendo tus alas.


Sube al borde del abismo, ponte al borde del acantilado, siente el sonido del agua de esa cascada cayendo con fuerza. Recuerda no cerrar los ojos, para no perderte nada maravilloso, respira hondo, échate hacia atrás, corre hacia delante y salta. Justo antes de rozar el agua, expandirás tus alas y estarás volando. Volando por tus sueños. Volando por tu vida. Volando…Por ti.

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